miércoles, 12 de octubre de 2011

Descubriendo Aragón. Valles de Hecho y Ansó

Septiembre, mes nunca tenido en buena estima por traer de su mano el final del verano nos brinda este año, cosas del trabajo, casi la primera opción de coger el coche y olvidarnos, aunque solo por un par de días, de la ciudad. Decidimos no abandonar nuestra comunidad autónoma y aprovechando que el verano todavía alarga miramos a Huesca y más concretamente a los valles pirenaicos de Hecho y Ansó.

Siguiendo la recomendación de un amigo decidimos alojarnos en La Posada de Villalangua, en plena Hoya de Huesca, y que nos ofrece un punto intermedio entre nuestro origen y destino. La decisión no puede resultar más acertada y es que tanto el lugar como el acogedor trato que nos brindan Pilar e Isidoro hacen que nos sintamos como en casa. ¡Y ya no hablamos de sus cenas y desayunos! Espectacular.

Justo después de uno de esos desayunos con los que cargamos pilas subimos al coche con destino a la localidad de Hecho. La mañana ha amanecido fresca pero poco a poco el sol irá ganando protagonismo hasta dejarnos un día perfecto para las fechas en las que estamos. El camino que nos separa de la capital del valle es corto, apenas 44 kilómetros, pero tampoco son carreteras por las que se pueda ni se deba correr así que nos lo tomamos con calma y disfrutamos del paisaje que se nos presenta.

Dejamos el coche junto a la oficina de Turismo donde nos hacemos con un plano de la localidad antes de introducirnos de lleno en sus calles empedradas. Hecho está catalogado como uno de los pueblos más bellos de Aragón y, la verdad, razones no faltan. La uniformidad y el cuidado aspecto de sus casas, con la piedra y la madera como principales protagonistas, hacen de cada rincón de la localidad una perfecta postal.

Dos son las joyas de la población. La primera es, como no, su iglesia parroquial de estilo románico que emerge con su torre campanario por encima de la silueta que conforman el resto de casas. La segunda es su Museo Etnológico, sito en Casa Mazo, que ofrece al visitante una imagen de cómo era la vida en el valle años atrás a través de imágenes de época y toda clase de enseres, donados tanto por el antiguo propietario de la casa como por vecinos del municipio. Sin duda merece la pena dedicarle una visita.

Tras hacernos con unas pastas típicas volvemos al coche para dirigirnos a la vecina población de Siresa, famosa por albergar el monasterio románico de San Pedro de Siresa. Cuenta la leyenda, que en su interior fue encontrado el Santo Grial, también relacionado con las vecinas edificaciones del Monasterio de San Juan de la Peña, la Iglesia de San Adrián de Sasabe o la Catedral de Jaca. El tesoro que actualmente reside en su interior es la pila en la que fuera bautizado el monarca Alfonso I el Batallador.

Sin embargo, lo que -lamentablemente- encontramos nosotros es la puerta cerrada, así que nos tenemos que conformar con fotografiar su espectacular planta desde el exterior.

Ligeramente decepcionados por nuestra mala suerte continuamos camino hacia la parte ‘natural’ del viaje adentrándonos en el camino que conduce a la Selva de Oza. La carretera va estrechándose poco a poco hasta convertirse en un estrecho camino vagamente asfaltado pero que nos introduce en pleno Pirineo.

Resulta inevitable parar al pasar ante la Boca del Infierno, espectacular barranco que discurre a escasos metros de la carretera, y que, además de su innata belleza, cuenta con gran popularidad entre los amantes del barranquismo. De hecho mientras la estamos fotografiando podemos apreciar un pequeño grupo que se mueve por las ‘paredes’ como pez en el agua.

Resulta imposible evitar el recuerdo de las gargantas extremeñas que visitamos apenas unos meses atrás aunque ésta las supera en altura. Continuamos remontando el estrecho camino que nos conduce a lo que años atrás fuera el camping de la Selva de Oza, ahora abandonado a su suerte y con las vacas como únicas habitantes.

Como el tiempo se nos echa encima y se va acercando la hora de comer tomamos la decisión de no continuar avanzando. Sacamos unas cuantas fotos del paisaje que se presenta ante nosotros y, ya que parece que se encuentra cerca, caminamos en busca del yacimiento arqueológico de La Corona de los Muertos.

Los restos arqueológicos se encuentran a apenas doscientos metros de la carretera y no presentan prácticamente dificultad alguna para llegar a ellos. Compuesto por un conjunto de círculos de diferentes diámetros construidos con piedra, su origen data de finales del Neolítico y aunque en un primer momento se pensó que podría tratarse de un monumento funerario, la ausencia en las excavaciones de elementos que así lo constaten han hecho replantearse esa posibilidad. La otra opción que se baraja es que se traten de zócalos de cabañas construidas en madera y pieles, y que servirían de vivienda en periodos estivales.

Sea como fuere lo cierto es que el yacimiento ha sufrido cierto deterioro a pesar de estar vallado y cuesta definir el perímetro de la corona.

Volvemos por el mismo camino que hemos recorrido apenas unas horas antes para volver a hacer parada en Hecho, esta vez para comer. Degustamos los boliches, legumbre típica de la zona, y yo me decanto por el ragú de ternera como segundo. Con el estómago lleno, dicen, se piensa mejor y por eso decidimos adelantar a esa misma tarde la visita a la localidad de Ansó, prevista inicialmente para la mañana siguiente.

La A-176 que conecta ambas localidades se encuentra perfectamente asfaltada por lo que, a pesar de las numerosas curvas, el trayecto se hace relativamente corto. Aparcamos en un amplio parking a la entrada del pueblo y tiramos de piernas para descubrir los rincones de la localidad ansotana.

Lo primero que llama la atención en una primera vista general del pueblo es su iglesia, consagrada a San Pedro. Levantada en el siglo XVI destaca por su gran tamaño y aspecto fortificado, evidenciado por la presencia de matacán y aspilleras.

Al igual que en las calles de Hecho el material predominante en la arquitectura ansotana es la piedra y -en menor medida- la madera, presente en puertas y balconadas. No en vano, y gracias a los bosques que rodean la localidad, una de las más importantes industrias hasta hace poco tiempo fue la maderera aunque, desde siempre, el principal sustento de las gentes ansotanas haya sido la ganadería.

Caminando por la Calle Mayor llegamos a la plaza donde se encuentra el Ayuntamiento que destaca por su edificio, ejemplo claro de la arquitectura típica local. Aprovechamos los bancos de la plaza para hacer una pequeña parada mientras sacamos unas fotos de éste.

Desde allí hay apenas unos pasos hasta la Iglesia de San Pedro que ya hemos contemplado desde la distancia. Nos dirigimos hasta allí y nos adentramos en su interior donde destacan su retablo mayor, de estilo barroco, y su órgano, traído desmontado desde Francia a través de las montañas, del siglo XVII.

Otro de los puntos de interés de la localidad alto-aragonesa se encuentra en la ermita de Santa Bárbara, que acoge la sede del Museo del Traje Ansotano. Una extensa muestra de las vestimentas que, a lo largo de la Historia, han acompañado el día a día de los lugareños. Solo hay un día en el año en el que el museo queda vacío. El último domingo de Agosto la exposición cobra vida en los cuerpos de los lugareños y los trajes regionales vuelven a pasearse por las calles de Ansó.

Así ha sido durante los últimos cuarenta y un años y -desde el pasado mes de Julio- está considerada como Fiesta de Interés Turístico Nacional.

Mientras nos dirigimos de vuelta al coche las primeras gotas de lluvia que han estado amenazando durante las últimas horas de la tarde hacen acto de presencia. Poco después esas gotas se convierten en una fuerte tormenta pero ya a cubierto se lleva mejor.

Antes de volver a Villalangua hacemos un último alto en el camino para descubrir, y lo digo en el sentido más estricto de la palabra, la iglesia de San Adrián de Sasabe. Junto a la localidad de Borau se encuentra la iglesia que formara parte de uno de los monasterios más importantes de Aragón y que -debido a su situación entre los barrancos de Calcil y Lupán- llegó a permanecer semienterrada a causa de las venidas del río Lubierre.

Como he comentado al hablar del Monasterio de Siresa, San Adrián de Sasabe entra en el mito de haber alojado en algún momento de la Historia el Santo Grial, lo cual dota a la ermita de cierto halo de misterio.

La ermita resulta un claro ejemplo del románico pirenaico y en este no podía faltar referencia al ajedrezado jaqués. Merecen también mención los diversos motivos que decoran cada uno de los arcos exteriores del ábside, como se puede ver en la imagen superior.

A través de una pequeña puerta lateral accedemos al interior de la nave, totalmente diáfana, y en la que solo se conserva un pequeño altar de piedra presidido por una pintura representando a Cristo y que, seguramente, indica el lugar que ocupara originalmente un retablo o figura cristiana.

Volvemos a meternos en el coche perseguidos por una lluvia que nos acompañará en buena parte de nuestro camino de vuelta a Villalangua. Tras una buena ducha es tiempo para disfrutar de la cocina de Pilar y también de una noche tranquila tras la tormenta que nos deja una bonita vista antes de entrar al comedor.

martes, 20 de septiembre de 2011

San Sebastián, la Bella Easo

Con la llegada del buen tiempo apetece salir de casa y aprovechar para descubrir nuevos lugares. Así que, como cualquier excusa es buena para preparar la maleta, decidimos pasar los primeros calores del verano que se aproxima en el norte de la península. Nuestro destino es Ispaster, un pequeño pueblo en la provincia de Vizcaya, prácticamente equidistante de Bilbao y San Sebastián, que serán -en principio- nuestros objetivos del viaje.

En alrededor de tres horas y media nos plantamos allí después de cubrir los más de trescientos kilómetros, primero por cómoda autopista y después por las estrechas y características carreteras costeras. Una cena a base de productos autóctonos que sirve como carta de presentación del vino más característico de la zona, el txacoli, y pronto a la cama para coger fuerzas de cara a la intensa jornada sabatina.

Camino de la capital donostiarra a través de las carreteras locales impresionan la frondosa vegetación que hace que, en ocasiones y de forma involuntaria, la mente viaje a tierras de alta montaña europeas. El trasiego de ciclistas es importante a pesar de la temprana hora y es que el deporte de las dos ruedas es uno de los de gran tradición en tierras euskaldunas y eso se nota.

Nos detenemos al paso por Guetaria, pequeño pueblo costero consagrado en su práctica totalidad a su hijo más ilustre: Juan Sebastián Elcano. El que fuera primer marinero en dar la vuelta al mundo, allá por 1522, se encuentra presente en prácticamente cada metro cuadrado de la villa y compite en fama con los pescados a la parrilla que se preparan en los restaurantes de la zona y el típico txacoli. Como aún no son horas de comer nos conformamos con dar fe de la importancia del marinero, presente en diferentes estatuas así como en el monumento a modo de mausoleo que prácticamente preside la villa.

Apenas pasan unos minutos de mediodía cuando llegamos a San Sebastián. Antigua ciudad de veraneo real, debe su nombre a un monasterio consagrado a dicho santo en el barrio de El Antiguo y que fuera punto de origen de la villa medieval. Su nombre en euskera, Donostia, procedería de una derivación de la antigua denominación del santo (Done Sebastiane). Llámese como quiera llamarse, la localidad guipuzcoana conserva intacto el encanto que la convirtiera, en la segunda mitad del siglo XIX, en punto de destino turístico europeo con sus playas como principal referente.

Precisamente es en una de ellas, Ondarreta, donde comienza nuestra ruta. A los pies del Monte Igueldo y a lo largo de unos 600 metros se extiende la segunda playa en importancia de la ciudad y que alberga -en uno de sus extremos- el Peine del Viento, conjunto escultórico realizado por Eduardo Chillida que se ha convertido en uno de los símbolos de la ciudad. A pesar de la tranquilidad del mar son varias las olas que rompen en las rocas cercanas causando expectación entre la gente que se acumula para sacar una foto.

Recorriendo el paseo de Ondarreta y tras atravesar el túnel bajo el Palacio de Miramar entramos en el famoso paseo de La Concha, playa donostiarra por excelencia, y cuya forma la hace fácilmente reconocible. A esa hora, y como el día acompaña, son unos cuantos los que se animan incluso con un baño en el Cantábrico mientras los menos osados se conforman con tomar el sol desde la arena. Nosotros no abandonamos el paseo y continuamos caminando en dirección al barrio de Gros para dar buena cuenta de uno de los mayores atractivos turístico-gastronómicos de la ciudad, los pintxos. La recomendación del Bar Bergara no puede resultar más acertada y su especialidad, la Txalupa, imprescindible si se decide visitarlo.

Con la tripa bien llena después de semejante homenaje nos acercamos paseando por Zurriola hasta los pies del monte Urgull, mellizo del Igueldo en la silueta costera de la capital guipuzcoana. Desde el paseo se tiene una magnifica imagen del monte Igueldo y la pequeña isla de Santa Klara, lugar de aislamiento de los contagiados por la peste durante el siglo XVI.

El monte Urgull, además de ofrecernos unas espectaculares vistas desde sus diferentes miradores, alberga parte de las fortificaciones que en su día rodearan la ciudad siendo el Castillo de la Mota su principal representante. A él podemos acceder ascendiendo por los caminos trazados a través del parque que se extiende a sus pies y a lo largo del que podemos disfrutar de otros vestigios de fortificaciones como son la Batería de las Damas, un cuartel del siglo XIX o el polvorín de Santiago.

Coronando el castillo encontramos una figura del Cristo de la Mota de más de 16 metros de altura que evoca de algún modo la figura del Cristo Redentor de Río de Janeiro.

A los pies del monte se halla otro de los puntos de interés escultóricos de San Sebastián, la Construcción Vacía del también donostiarra Jorge Oteiza, con la que nos sacamos unas fotos y continuamos el camino en dirección a la Parte Vieja de Donosti. Ésta es, sin duda, la parte más genuina de la ciudad. Apartada del glamour y la pompa de la Concha, callejear por sus kaleas te sumerge en la esencia de la ciudad.

Aquí se encuentra, al final de la calle Mayor, la Iglesia de Santa María, de origen románico aunque posteriormente fue ampliada con estilos gótico y renacentista.

Otra de las joyas de la Donosti ‘vieja’ es la Iglesia de San Vicente, construcción del siglo XVI, erigida sobre la primigenia del siglo XII que fuera asolada por un incendio. De estilo gótico tardío, su figura emerge con poderío entre las casas de baja altura de la zona.

Como curiosidad cabe destacar que, según cuenta la tradición, los habitantes de esta parte de la ciudad se dividen en joxemaritarras -si nacieron junto a la Iglesia de Santa María- y koxkeros si lo hicieron junto a la de San Vicente.

Volvemos a mirar al mar junto a la Plaza del Ayuntamiento cuyo edificio, otrora casino, destaca por la particularidad de sus dos torres. Desde allí, y tras una pequeña parada para refrescarnos y descansar un poco, tenemos que caminar unos minutos hasta la Catedral del Buen Pastor que, lamentablemente, nos recibe andamiada en su fachada principal. A pesar de ello no dudamos en acercarnos y tratar de fotografiarla de la mejor manera posible.

Aunque su aspecto gótico pueda llegar a despistar, lo cierto es que la Parroquia del Buen Pastor -catedral desde 1953- apenas cuenta con algo más de cien años de existencia ya que fue inaugurada en 1987. En su fachada principal destaca ‘La cruz de la Paz’ de Chillida, oculta esta vez entre andamios y mallas.

Recorremos nuevamente el Paseo de la Concha, esta vez en sentido inverso, camino de vuelta al coche a la vez que disfrutamos por última vez de la bella imagen de Santa Klara y el Monte Urgull, ya bajo el atardecer.

Pero antes de volver a casa una última parada en Astigarraga, a pocos kilómetros de San Sebastián, para disfrutar de una de las sidrerías o sagardotegias -como dirían los autóctonos- con más solera de la región. Menú característico con chorizo a la sidra, bacalao (en tortilla y con pimientos) y txuleta para terminar con el típico queso con membrillo y nueces. Todo ello, por supuesto, convenientemente regado con la sidra local para quienes gusten. No es mi caso, pero la cena se disfrutó igual.

lunes, 22 de agosto de 2011

Mérida, una parte de Roma en España (II)

8:00 a.m. Suena el despertador y comienza nuestra segunda jornada en la localidad emeritense y última en tierras extremeñas. Hoy cuesta levantarse de la cama, y es que la semana de tour que llevamos a las espaldas se va haciendo notar cada vez más, aunque finalmente las ganas por descubrir Mérida vencen a la pereza. Café con leche y tostada como combustible para una jornada que se prevé larga.

Apenas nos cruzamos con gente por las calles camino del recinto que aloja el teatro y anfiteatro romanos, joyas del patrimonio monumental emeritense, lo que nos permite disfrutar casi a solas de uno de los mayores vestigios del Imperio Romano en la península. El hecho de tener compradas desde ayer nuestras entradas hace que no perdamos más de cinco minutos en llegar hasta los pies del acceso al graderío. Al final de sus escaleras la escena que se puede contemplar es, simplemente, espectacular.

Construido entre los años 16 y 15 a.C. por orden de Marco Agripa contaba con un aforo aproximado de unas 6.000 localidades que se repartían entre los tres niveles de graderío o cavea que envuelve el escenario (scaenae). A caballo entre los siglos I y II d.C. tendría lugar una de las más relevantes remodelaciones que incluyó la construcción de la actual fachada o frente de escena que, posteriormente, se vería completada con motivos arquitectónicos y decorativos que dotan al conjunto de un mayor esplendor.

Una vez sobre el escenario la vista del graderío desde ahí causa verdadera impresión, con lo que imaginarlo repleto te hace experimentar esa sensación que alguien bautizara una vez como miedo escénico. Atravesando el acceso principal al escenario (valva regia) accedemos a lo que otrora fueran las entrañas del teatro, el postcaenium, donde los actores se preparaban antes de salir a escena. Un panel informativo muestra una imagen de lo que sería el aspecto del teatro en época romana.

Declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1993, el teatro sigue manteniendo hoy en día la función para la que fuera creado y alberga, desde 1933, el Festival de Teatro Clásico de Mérida. Desde luego, mejor escenario que éste parece complicado de encontrar, al menos en España.

Tras tomar mil y una fotografías abandonamos la cavea comprobando que el madrugón ha merecido la pena ya que los grupos organizados comienzan a hacer su aparición en escena. Nunca mejor dicho. Es hora de dirigimos hacia el contiguo anfiteatro, del que nos separan apenas unos metros.

De construcción posterior a su vecino, el anfiteatro fue inaugurado en el año 8 a.C. contando con una capacidad de unos 15.000 espectadores divididos también en tres zonas: ima, media y summa cavea. Actualmente solo se conserva la inferior (ima) ya que las superiores fueron reutilizadas como cantera para nuevas construcciones tras la caída en desuso del recinto.

Resulta casi inevitable caer en una absurda comparación con el Coliseo romano en la que el recinto emeritense sale perdiendo en todos los aspectos salvo en uno. A diferencia del coloso romano aquí se puede ‘pisar la arena’ sobre la que, dos mil años atrás, gladiadores y fieras lucharan para diversión popular. La fossa bestiaria en forma de cruz, cubierta entonces por madera y arena, queda ahora a la vista de los visitantes y alcanza su máximo esplendor durante el Via Crucis de la Semana Santa extremeña.

Abandonamos el recinto del Conjunto Arqueológico y volvemos a recorrer la calle de José Ramón Melida, esta vez en sentido contrario, hacia lo que fuera el antiguo foro municipal de la ciudad. Lugar de encuentro, culto religioso, comercio y, en definitiva, centro neurálgico de la antigua urbe romana tiene en la silueta del Templo de Diana su mayor representante en la actualidad. Unos metros antes se encuentran los vestigios del antiguo Pórtico del Foro, erigido en el primer siglo de nuestra era y recientemente restaurado a raíz de los hallazgos encontrados en el lugar.

El Templo de Diana es el único de los edificios arquitectónicos religiosos que se conservan de la antigua Emerita y, curiosamente, tenemos que deber tal privilegio a que en el siglo XVI el conde de los Corbos tuviera a bien ‘profanar’ el templo original construyendo su palacio sobre la estructura original lo que provocó el mantenimiento de parte del templo a la vez que degradaba otra.

Como curiosidad puntualizar que a pesar de su nombre se cree, a juzgar por los materiales escultóricos localizados, el edificio fue destinado al culto del Emperador Augusto. Otro de los aspectos que denotan su importancia son las estancias de las que disponía, canales, estanques y, como no, la galería porticada.

Continuamos nuestro recorrido calle abajo en dirección al cauce del Guadiana para encontrarnos frente a frente con el principal referente del legado árabe en Mérida, la alcazaba. Construida en el año 835 d.C. bajo el emirato de Abderraman II tiene el honor de de ser considerada la primera fortaleza construida en la península.

Accedemos a ella a través de su alcazarejo, pequeño recinto amurallado anexo a la alcazaba por el que se controlaba el acceso civil a la ciudad, y cruzando la puerta principal sobre la que todavía se conserva una de las inscripciones fundacionales en árabe.

En sus casi 130 m2 de superficie interior es imprescindible dedicarle una visita al aljibe, excavado en roca, que abastecía de agua a los habitantes del recinto. Tras caminar entre los restos de antiguas construcciones que todavía se mantienen en pie, subimos al paso de guardia de la muralla que ofrece una preciosa panorámica del contiguo puente romano que atraviesa el río Guadiana y que, con sus casi 800 metros de longitud, es uno de los mayores que se conservan en la actualidad.

A la salida de la alcazaba encontramos una representación de la loba capitolina que deja patente la estrecha relación que existió, y existe, con la capital del Imperio a pesar de los cientos de kilómetros que separan ambas ciudades.

Continuamos paseando por la ribera del río donde se encuentran los restos Arqueológicos de Morería, presentes bajo los cimientos de un enorme edificio. No encontramos la forma de entrar, ni tampoco estamos seguros de que sean visitables, por lo que seguimos nuestro camino hacia el Museo de Arte Visigodo, situado en la pequeña Iglesia de Santa Clara. Cuesta creer que ésta fuera, hasta 1838, sede del primitivo Museo Romano aunque resulta obvio que entonces no albergaría tantos restos como en la actualidad. Ahora mismo resultaría impensable siquiera la posibilidad de que pudiera contener una tercera parte de lo visto ayer.

Tras el traslado de los restos romanos, el recinto ha quedado dedicado exclusivamente a la exposición de todo elemento relacionado con la época visigoda, acogiendo una interesante colección de columnas, pilastras, estelas y láureas epigráficas.

Hora de comer y, de paso, descansar un poco las piernas después de la caminata que nos hemos pegado… y aún queda mucho por ver para la tarde! Como el tiempo es oro terminamos rápido con la comida y, aprovechando unas nubes que nos alivian un poco del sol extremeño, nos alejamos del centro para llegar a los pies del acueducto de Los Milagros.

Encargado en sus orígenes de suministrar de agua a la parte oeste de la ciudad, es solo una pequeña parte de la red de abastecimiento que tomaba como fuente el embalse de Proserpina, a cinco kilómetros de la ciudad. Las arquerías que todavía se mantienen en pie como si de un milagro se tratase -de ahí su nombre- se prolongan a lo largo de algo más de 800 metros para salvar el valle del río Albarregas y cuentan con una altura de 25 metros en su parte más profunda.

Desde aquí nos queda un largo camino hasta llegar a la Casa del Mitreo, presente junto a la plaza de toros y la entrada a la ciudad por medio de la N-630. Prácticamente se puede decir que estamos en la otra punta de la ciudad pero el camino, a pesar del día que llevamos, no se hace largo. Hallada fortuitamente a principios de la década de los sesenta, presenta los restos magníficamente conservados de lo que se supone fue una domus o casa señorial, teoría confirmada tanto por su gran tamaño como por los materiales en los que fue construida o las numerosas pinturas y mosaicos que todavía pueden observarse.

El paseo a través de las numerosas estancias de la mansión se realiza sobre una pasarela que permite que nos formemos una idea aproximada de cómo vivían las gentes más poderosas, no exentos de lujos y con toda clase de comodidades para la época.

Junto a la casa se encuentran también los columbarios, construcciones funerarias a cielo abierto situadas fuera de la muralla que protegía la ciudad. Realizadas en mampostería y sillería de granito se pueden leer todavía los epígrafes que recuerdan a las familias que allí se encuentran enterradas. Aprovechando la presencia de estas construcciones se ha realizado un pequeño centro de interpretación sobre el mundo funerario romano, que a través de paneles informativos y otros utensilios como sarcófagos, lápidas o estelas, nos ayudan a entender como trataba la civilización romana el momento del paso a ‘la otra vida’.

El Circo Romano, construido en los primeros años del siglo I d.C., es la última parada en nuestra visita por la Mérida romana. Con sus más de 400 metros de longitud y 30 de anchura el recinto estaba preparado para llegar a albergar hasta 30.000 espectadores distribuidos, al igual que en el teatro y el anfiteatro, en caveas organizadas según la clase social de sus ocupantes.

Si al hablar del anfiteatro comentaba que era imposible evitar establecer una comparación con el Coliseo romano, una sensación similar me asalta al entrar en el Circo. Sin embargo, aquí es la construcción emeritense la que gana en toda comparación posible ya que, a pesar de la lógica degradación, todavía se pueden distinguir vestigios del graderío así como la spina que marcaba el eje de la arena central. Aquí, como en Roma, tenían lugar las carreras de bigas (dos caballos) y cuádrigas (cuatro caballos) que encumbraban a los aurigas como personajes de gran popularidad como pudimos comprobar en el mosaico del Museo Nacional de Arte Romano.

Concluida la visita al Circo es tiempo para el relax. Unas compras para intentar llevarnos a casa una pequeña parte de Extremadura y vuelta al hotel para descansar antes de la cena y preparar las maletas. Mañana toca recorrer los más de seiscientos kilómetros de vuelta y regresar a la rutina pero lo hacemos, sin duda, con una nueva y exitosa muesca marcada en nuestro ‘revolver viajero’.