lunes, 30 de mayo de 2011

Las Hurdes, paraíso natural

‘Las Hurdes, Tierra sin pan’ así tituló nuestro cineasta más internacional, Luis Buñuel, el documental que describía la vida en estas tierras a principios de los años 30. En él se relataba la dureza extrema en la que sobrevivían los lugareños y nos mostraba una cara de España desconocida hasta entonces. Sin embargo, poco o nada queda –afortunadamente- de aquella imagen y la comarca comienza poco a poco a abrirse al turismo y mostrarnos sus secretos más escondidos.

Madrugamos para desayunar con los primeros rayos del sol en la terraza del hotel y apenas terminado el café con leche y las tostadas tomamos la carretera que une Plasencia con Casar de Palomero, nuestro primer destino.

La población de Casar de Palomero apenas conserva signos de la arquitectura tradicional hurdana pero es uno de los núcleos urbanos más importantes de la mancomunidad, con una población cercana al millar de habitantes. Con el cielo cerrado amenazando lluvia recorremos sus calles hasta alcanzar la Plaza Mayor, que alberga uno de los edificios más destacados de la localidad: la casa en la que el monarca Alfonso XIII pernoctara en su visita a Las Hurdes en 1922. Desde fuera podría pasar perfectamente por una casa más de no ser por la placa en la fachada que recuerda la efemérides.

En Casar de Palomero confluyeron las tres culturas que poblaron la península como atestiguan los carteles de sus calles que nos indican si paseamos por su barrio judío, árabe o cristiano según acompañen al nombre una estrella, una media luna o una cruz en la placa.

Abandonamos Casar para dirigirnos hacia Pinofranqueado donde tenemos previsto visitar uno de los numerosos petroglifos que pueblan la zona, el Tesito de los cuchillos, en la alquería de El Castillo. Dejamos el coche a pie de carretera y cogemos el camino, perfectamente señalizado, que conduce a los grabados. El ligero desnivel que presenta se salva sin ningún tipo de problema y la distancia tampoco es excesiva por lo que en una media hora alcanzamos nuestro objetivo.

El lugar también se conoce como “Las pisás de los Moros” ya que la tradición cuenta que éstos dejaron sus pies grabados en la roca (imagen 3). Realidad o no, lo que si es cierto es que en la roca podemos ver grabados representando una hoz y armas junto a la inscripción (A)RMAMIIACAVII que puede traducirse como “teme a mis armas” o “protege mis armas”.

Volvemos a tomar el camino que nos conduce de vuelta al coche para dirigimos hasta la vecina localidad de Horcajo, donde comienza el camino que nos conduce hasta el despoblado de El Moral. El Moral es, como su propio nombre indica, la huella que el tiempo ha dejado en esta tierra y una inmejorable forma de acercarnos, aunque muy lejanamente todavía, a entender como se vivía en estas tierras apenas cien años atrás.

La caminata esta vez es algo más larga que la anterior (unos cuarenta minutos) pero, al igual que lo fue en El Castillo, de dificultad nula. Además, el enclave natural que se va atravesando atenúa cualquier tipo de cansancio.

Una pieza de pizarra partida, no se muy bien si por el paso del tiempo o por algún “gracioso”, nos recuerda las penurías pasadas por los habitantes de este poblado y las duras condiciones de vida que ofrece este, ahora, bello entorno natural.

A pesar de que ya solo quedan las ruinas de las pequeñas casas en las que convivían, hacinadas, familias completas todavía se puede entrever la configuración del poblado y sus calles por las que caminaban descalzos aquellos auténticos supervivientes que eran los hurdanos. Duras condiciones tanto climáticas como alimenticias que forjaron la leyenda de unas gentes que vivían de espaldas a lo que ocurría en el resto de España.

El camino de vuelta, como casi siempre, se hace más corto que el trayecto de ida a pesar de que el cansancio -y el hambre- empiezan a hacer mella. Tomamos varias fotos a la orilla del río impresionados por la naturaleza de un paisaje que cuesta imaginar si piensas en Extremadura.

Recorremos los apenas treinta kilómetros que nos separan de Vegas de Coria y buscamos un lugar para comer y descansar un poco del ajetreo mañanero. Elegimos el restaurante del Hotel Los Ángeles y la elección no puede resultar más acertada, zorongollo de pimientos asados con migas de bacalao y solomillo ibérico a la brasa con vinagreta. Espectacular.

Con semejante homenaje a la gastronomía extremeña se hace duro volver a ponerte en carretera pero el Meandro de El Melero bien merece ese sacrificio. Llegamos a la localidad de Riomalo de Abajo en apenas diez minutos y aparcamos a las puertas del camping. Craso error, ya que la distancia hasta el mirador sin ser excesiva (unos dos kilómetros) si se hace costosa tanto por ser cuesta arriba en la mayor parte del recorrido como por estar recién comidos. Además el camino está perfectamente habilitado para poder realizar la ascensión en coche. De cualquier modo, nuestra “osadía” se ve recompensada con la satisfacción de ir descubriendo el meandro entre la vegetación a medida que nos aproximamos al mirador. Sencillamente impresionante.

La paz y el silencio que se siente allí arriba compensa cualquier esfuerzo que hayamos podido realizar y la visión del río, inmóvil, invita a quedarte por tiempo indefinido delante de él.

Ya de bajada, la lluvia que amenazaba durante toda la tarde comienza a caer, fina pero con fuerza. Por suerte estamos ya a pocos metros del coche y nos ponemos rápido a resguardo. Todavía es pronto para regresar al hotel, por lo que nos dirigimos hacia Aceitunilla donde podemos encontrar vestigios de lo que fuera –tiempo atrás- la arquitectura típica de la zona.

Apenas se conservan un puñado de las casas “originales” entre las calles del interior de la localidad pero suficiente para imaginar la imagen de esta zona a principios del siglo pasado. Paseamos entre sus calles bajo una lluvia constante que no impide que tomemos unas cuantas fotografías.

Emprendemos el camino de vuelta a Plasencia no sin antes dedicarle una visita al municipio de Casares de las Hurdes donde destaca el campanario de su iglesia, que conserva la típica arquitectura hurdana en piedra y pizarra.

La lluvia nos acompaña durante la mayor parte del camino de vuelta a Plasencia pero -por suerte- nos ha dado la tregua suficiente para disfrutar de un día que, aunque ha sido largo, nos ha dejado gratamente impresionados y con la pena de no tener un día más que dedicarle a esta (cada vez menos) desconocida región extremeña.

viernes, 13 de mayo de 2011

Plasencia, ciudad de placer

Primavera, sin duda una de las mejores épocas del año para viajar (bueno, realmente cualquier época lo es), los días alargan y puedes aprovechar que todavía no hay un exceso de turistas para aprovechar las horas extra de luz que nos da el cambio horario. Precisamente ese cambio horario es el que nos quita la primera hora de sueño de este viaje la noche antes de partir destino Extremadura.

El camino hasta la comunidad extremeña es largo, casi seiscientos kilómetros, aunque lo alivia el hecho de cubrirlos íntegramente por autovía con lo que -a pesar de las nuevas limitaciones de velocidad- nos plantamos en la localidad cacereña de Plasencia en poco más de seis horas. Éste será nuestro campamento base durante los dos primeros días ya que, además de permitirnos visitar la propia ciudad, nos permite acceder tanto a la comarca de Las Hurdes como a la de la Vera, segunda y tercera etapa de nuestro viaje respectivamente.

Con una población cercana a los 40.000 habitantes -lo que la convierte en segundo núcleo de la provincia y cuarto de la región- la localidad placentina destaca por su centro histórico que conserva encerrado bajo el amparo de la muralla que lo rodea.

Tras instalarnos en el hotel y disfrutar de las primeras muestras de la gastronomía regional nos dirigimos hacia el núcleo histórico para comenzar a descubrir los secretos que la localidad esconde. Cubrimos el escaso kilómetro que nos separa del centro y nos adentramos en él dejando a un lado el acueducto conocido popularmente como los Arcos de San Antón. El imponente monumento, de unos 300 metros de largo, conserva 55 arcadas de una altura de 18 metros en su punto más alto.

Recorriendo la Calle del Rey llegamos a la Plaza Mayor, centro neurálgico de la ciudad original, desde donde parten siete calles radiales que desembocan en las puertas principales de la muralla que antaño la protegiera del exterior. En ella se encuentra el Ayuntamiento, de curiosa arquitectura, y que a pesar de haber sido recientemente restaurado está basado en lo que fuera la construcción primigenia, de estilo gótico-renacentista. Destaca sobremanera la presencia en una de sus torres del reloj del Concejo y el “abuelo Mayorga”, encargado de dar las campanadas -martillo en mano- que anuncian la hora a los placentinos. Ninguno de los dos elementos son ya los originales pero no ha querido perderse esta bonita tradición y la figura del abuelo fue reconstruida en los años 70 tras ser destruido el original en la invasión francesa.

Decidimos comenzar nuestro recorrido por las calles placentinas tomando la Calle Los Quesos que nos lleva directamente a los pies del Palacio de Almaraz, de estilo herreriano y uno de los representantes de la ciudad en el Pueblo Español de Barcelona. Junto al él se encuentra la Casa de las Infantas que destaca por su curiosa portada renacentista. Ninguno de los dos edificios son visitables en la actualidad, con lo que nos conformamos con tomar unas fotos exteriores.


Continuamos paseando por las estrechas callejuelas de aspecto medieval, repletas de pasajes, escalinatas y pequeños detalles como los que muestra una de las principales vías, la Rúa Zapatería, en la que pueden verse insertadas en el suelo placas que indican la situación -tiempo atrás- de la judería de la ciudad.

Al final de Zapatería se encuentra la Plaza de San Nicolás, desde la que se puede contemplar la imponente planta del Palacio del Marqués de Mirabel anexo a la Iglesia de Santo Domingo. El palacio, construido al parecer como casa-fuerte, fue transformado posteriormente en casa señorial en el siglo XVI mientras que la iglesia, de estilo gótico, tiene en su pórtico de estilo clásico su mayor atractivo.

Tras visitar su interior descendemos las escalinatas que nos llevan a la Calle Coria, al final de la cual se encuentra el Portal del mismo nombre y que proporcionaba el acceso a Plasencia desde la localidad cacereña. El cielo empieza a encapotarse nuevamente y a amenazar lluvia, con lo que aceleramos el paso calle abajo y, cruzando San Nicolás nuevamente, pasamos junto a la Casa de las 2 Torres en busca de la Plaza de la Catedral.

En ella, además de las Catedrales nueva y vieja como su propio nombre indica, encontramos además otros edificios de interés como la Casa del Deán y su maravilloso balcón de esquina. Construida en el siglo XVII debe su nombre, evidentemente, a que en tiempos fuera residencia de algunos deanes de la vecina Catedral.

Pero sin lugar a dudas la estrella del conjunto histórico placentino es la nueva Catedral construida en el siglo XV aunque no se llegara a terminar hasta dos siglos más tarde. De estilo renacentista plateresco alberga en su interior uno de los coros más bellos de España, tallado en madera de nogal, representando escenas del Antiguo y Nuevo Testamento y que originariamente perteneciera a la Catedral Vieja. Lamentablemente nos quedamos sin poder visitar su interior así que, como más vale una imagen que mil palabras os dejo un par de ellas para que podáis admirar su magnitud, al menos desde el exterior.
Adyacente a la Catedral Nueva se conserva la Catedral Vieja, de transición del románico al gótico, como se puede apreciar en su portada mucho más sencilla que la de su “hermana”. En ella se encuentra el Museo Catedralicio, colección de pinturas, esculturas y objetos de culto de gran valor histórico artístico.

Volvemos a callejear dirección a la Plaza Mayor, punto inicial de nuestro recorrido, donde hacemos tiempo hasta la hora de la cena. Degustamos los productos de la zona con un tapeo variado y volvemos al hotel para descansar de lo que ha sido un primer día intenso y de contacto con la tierra extremeña. El camino de vuelta se hace algo más largo que a primera hora de la tarde pero las vistas del Acueducto iluminado lo compensan con creces. Ahora toca descansar, esperan Las Hurdes.